by Zoketsu Norman Fischer
Es bien sabido que en una ocasión Freud preguntó: “¿Qué quieren las mujeres?”, como si te tratara de la pregunta más misteriosa del mundo. Un pregunta aún mejor es. “¿Qué quiere la gente?” ¿Qué es lo que cualquiera de nosotros realmente, fundamentalmente, buscamos en las diversas cosas que buscamos? Todos nosotros ya somos, y sin embargo permanecemos no convencidos de que no somos, o de que seamos suficiente. Pese a cuanto aumentemos nuestro ser a través de nuestro enorme hacer, en un esfuerzo por construir una identidad constante y segura, continuamos inseguros. Aun el mejor de nosotros sabe, a mitad de la noche, cuando el momento es más sensible, qué somos como nubes, como pasto, brotando y decayendo cuando el invierno llega. De algún modo, a pesar de todos nuestros logros, tanto interiores como externos, de una vida, ninguno de nosotros puede escapar al hecho de que somos menos y menos día a día, al transcurrir del tiempo. Sea que pensemos en esto o no, todos los sabemos. El dato más básico de nuestra vida -nuestra existencia misma, nuestro sentido de identidad- es esquivo, constantemente escurridizo. Fue genio Buda al señalar este problema humano invariable, y aplicar gentil acupresión justo en su corazón. El Buda sintió que, dado lo que sostenemos como identidad, nuestro sentido fijo de ser persona es tan poco fiable (como siempre supimos, siempre temimos), deberíamos dejar de insistir en ser alguien, Buda enseñó que deberíamos observar y aceptar este hecho. No hay ninguna identidad fuera del flujo, dijo. Si practicamos y nos entrenamos en este hecho existencial, que podemos verificar a través de la experiencia meditativa, no tenemos nada qué temer. Mientras nos preparamos así para la vida, con apertura al incesante cambio dentro y fuera de nosotros, empezamos a percibir el esfuerzo de mantener el quebradizo sentido de identidad como frío, incluso congelado. Empezamos a apreciar que el propósito de la práctica espiritual es calentar motores, hacerse flexible con lo que creemos ser y soltarnos a nuestra experiencia tal como ésta es. Esta calidez derrite el hielo de la identidad y deja fluir las aguas de nuestra vida.
Aquellos de nosotros que practicamos budismo tenemos que admitir que el Dharma, como todas los enseñanzas útiles preservadas en tradiciones, es en sí mismo sujeto de anquilosamiento. El Buda admitió lo mismo cuando habló de la Era del Decaimiento del Dharma. A pesar de que estoy seguro de que el Buda no pretendía establecer una doctrina fija (simplemente estaba indicando ciertas señales en un camino que él mismo había recorrido), pasó de cualquier modo, no sólo porque las jerarquías humanas y las expresiones públicas de la verdad son así, sino también porque cada uno de nosotros es así: queremos un sentido seguro de identidad, queremos congelarnos, aún cuado nos esforzamos en calentar motores.
¿Qué nos salva? La imaginación. La imaginación mantiene a nosotros y nuestras tradiciones religiosas honestas. Puesto que constantemente corremos el riesgo de congelar nuestras vidas y nuestra práctica espiritual (en verdad, ¡quizás incluso sea cuestión de temporada!): un compromiso activo con la imaginación como parte de nuestro camino espiritual es una necesidad crucial.
Hay una larga conversación en nuestra cultura acerca de qué es la imaginación y cómo funciona. Yo simplemente diría que la imaginación es la capacidad humana de situarnos en la realidad de manera más amplia y profunda de lo que podemos directamente percibir o racionalmente conocer. Imaginación es el poder creativo de la mente que tiene la capacidad de ver dentro y a través del mundo aparente. Vivir una vida significativa requiere imaginación, pues es la imaginación quien proyecta la visión y un sentido de luminoso significado hacia nuestras vidas. Sin imaginación sólo hay (plodding) un andar trabajoso, supervivencia, sucesión de los días. Sin imaginación, el mundo es peso muerto, allí agazapado, sin pelaje, sin dientes, sin corazón latente. Sin imaginación eso que llamamos amor sería imposible.
Claramente, no obstante, la imaginación es un asunto delicado, ya que la imaginación no juega reglamentariamente, y por tanto no hay manera de controlarla o predecirla. No es ninguna sorpresa que la imaginación sea representada como una diosa, una musa, que viene a voluntad y se marcha sin aviso. Desde el punto de vista del mundo racional organizado, la imaginación es por tanto peligrosa, destructiva y confusa, porque coloca al mundo ordinario compartido en suprema ironía.
Me gustaría distinguir entre dos tipos de imaginación: a una la llamaría, sencillamente, imaginación, y a la otra fantasía.
Si la vida es deseo (¿y dónde hay vida sin deseo?) entonces la fantasía es la capacidad de la mente de saltar más allá del deseo, que es incómodo, y usar la energía de éste para proyectar un mundo de auto-complacencia. La fantasía puede ser osos de peluche, paletas, deleites sexuales, aventuras de súper héroe; también pueden ser voces en nuestra cabeza incitando actos de violencia y desafuero. O puede ser el mundo confuso de separación y miedo en el que rutinariamente vivimos; un mundo amenazante, aunque seductor, que nos promete la felicidad que buscamos cuando aquello sobre lo que fantaseamos se vuelva nuestro algún día.
La imaginación, por el contrario, aprehende el deseo directamente como la profunda experiencia humana. La imaginación usa la energía creativa del deseo para ahondar el mundo, justo aquí donde estamos. En este sentido, la imaginación tiene menos que ver con imágenes y escenarios que con ir más allá de la realización de los deseos hacia una visión más intensa y precisa de lo que es. Para mi, imaginación y realidad no son términos contradictorios; de hecho son complementarios: imaginación es la facultad de dirigirse a la realidad, de conformarla y evocarla.
La práctica espiritual, por tanto, a pesar de que a primera vista pareciese operar en un territorio del todo distinto a la imaginación, no es así. La práctica espiritual requiere imaginación para llevarnos más allá de la superficie de las cosas; a la profunda y velada experiencia actual de estar vivo, que es esencialmente esquiva. Los sentidos y la mente racional, aún la moral y las facultades emotivas, por sí mismas, no pueden hacer esto; nunca tocan completamente la experiencia. Sólo la imaginación, más allá de categorías y conceptos, puede acercarnos suficientemente.
Claro que la práctica espiritual puede fácilmente volverse una fantasía, una serie de imágenes, leyendas, doctrinas y explicaciones que pueden servir para distraernos de la feroz realidad de nuestros deseos confusos – ofreciéndoles un camino de proyección más sutil y socialmente aceptable, una manera más sofisticada de anquilosarnos en lugar de un burdo ego personal.
Mi práctica de meditación básica es la atención al respirar. Lo he hecho durante mucho tiempo. Cuando instruyo gente en esta práctica les pido que pongan atención a su respiración de diversas formas, y así, cuando han estabilizado esto, que “hagan vívida la respiración”. A menudo la gente pregunta que significa esto. Les digo “usen su imaginación para vivificar el respirar”. Sean creativos. Realmente no puedes ser científico con la respiración, ni puedes seguirlo de acuerdo a reglas. El darte a ti mismo la respiración hasta que te conviertas en ella y ella se convierta en ti es una acto de imaginación; y cuando vez esto y comienzas a ponerlo en práctica, el sentarse se vuelve vívido. Dejas de buscar reglas y técnicas.
Para ilustrar más la diferencia entre lo que entiendo por imaginación y fantasía tomemos el ejemplo de una persona perdida en el desierto que de pronto ve un trémulo oasis en la distancia. Este oasis realmente no existe, es un espejismo, un hermosa proyección de su deseo de agua (ayudado por factores físicos). El espejismo es una fantasía cruel. Cuando lo alcance, su amarga desilusión será exactamente proporcional al júbilo que sintió mientras se apuraba por alcanzarlo.
Si, por contraste, se hubiera relacionado con sus circunstancias imaginativamente, sentiría completamente su sed, junto a todos pensamientos y emociones y vislumbres que la acompañaran. Estaría totalmente viva en su experiencia, sin rechazarla. Vería un oasis en la distancia. Lo entendería, y disfrutaría. Quizá caminaría hacia él, ya que eso sería una cosa hermosa por hacer. Pero no lo confundiría con una fuente de agua, ni se precipitaría desesperadamente hacia él, ni llegaría con amarga desilusión.
La imaginación es como una luz que brilla a través de la percepción- sin ella el mundo aún aparece, pero aparece dormido. La imaginación despabila al mundo para jugar con él, para experimentarlo vivamente. La fantasía, por otro lado, es vástago del deseo (y por tanto del miedo); puede hacer virulento al mundo.
Creo que los niños, tienen un fácil y natural sentido de la imaginación, para ellos no hay diferencia entre lo mágico y lo que realmente pasa- el mundo físico y el mundo de los sueños, historias, visiones, se entrecruzan todo el tiempo. Los niños deben aprender a fijar el mundo, de sostenerlo quieto, para poder hallar un modo de ser personas en él de un modo organizado. Antes de hacer eso su deseo es aún inocente, y así la fantasía y la imaginación no están muy separadas. Todo es un juego.
Pero todos lo niños eventualmente se traumatizan -sea desastrosamente o en formas más ordinarias-: crecer hasta volverse una persona siempre es una cuestión de decepcionarse de un modo u otro con la retroalimentación del mundo. Desilusión es educación -como aprendemos a estar en el mundo como este es-. Cada decepción es un reto para digerir lo que ha pasado, incorporarlo en el mundo, y continuar de ahí en adelante. Una forma de lograr eso es usar la fantasía y proyección como un mecanismo de defensa, para construir un mundo seguro. Esto es lo que los niños severamente traumatizados hacen, y es también lo que todos nosotros, hasta cierto punto, hemos hecho. Para la mayoría de nosotros, el mundo es una fantasía. Tenemos mucho miedo como para permitir a la imaginación desbaratar al mundo y reconstruirlo vivamente, momento tras momento.
Pero exactamente esto es el proceso de la práctica espiritual en su cúspide, un acto de suprema imaginación. Es por esto que trabajar con la imaginación, directamente, a través del arte, puede ser tan provechoso para la práctica espiritual. Es por lo que realizar una práctica espiritual puede ser tan útil para el artista. Ambas disciplinas se dirigen a la misma fuente y contraatacan las mismas tendencias humanas. Como un sacerdote Zen he sido salvarme de anquilosarme por mi práctica como poeta; como poeta he sido conducido a mayor verdad y profundidad por mi práctica Zen.
Trabajar con la imaginación requiere cultivo y disciplina. Sin eso tiende a privatizar la experiencia y a distorsionarla. La imaginación es disciplinada al estar cimentada en un encuentro con alguna figura, alguna forma, alguna referente. Donde hay materiales para sostener y desarrollar lo que está adentro, un formato exterior para las incipientes visiones interiores, la imaginación se desarrolla y tiene el máximo potencial para sostener en un modo significativo.
Este sentido de lo exterior es crucial para las artes. Cuando nos aproximamos por primera vez al arte lo hacemos por una pasional necesidad personal de expresión de nuestros sentimientos inexpresables, para crear algo que sea esa expresión. Pero una vez que vadeamos dicha posibilidad descubrimos que las palabras, la pintura, el sonido, la realización dramática es extremadamente resistente a nuestra expresión personal. Las cosas no caen en su sitio. Tenemos que trabajar con los materiales, reconformándonos para adecuarnos a ellos. Resulta que hacer arte no es tanto expresión personal como diálogo entre aquello que dentro de nosotros queremos expresar (que al parecer no podemos expresar de cualquier otro modo sino creando algo) y los materiales que parecen tener de algún modo sus propias necesidades de expresión. Involucrarse en este diálogo con los materiales nos mueve necesariamente más allá de la expresión que intentábamos hacer hacia un nuevo dominio que implica un grado de atención y concentración mucho más allá de lo personal y lo privado. El esfuerzo de hacer arte, sea exitoso o no (y ulteriormente no importa) invoca al mundo ante nosotros como un amante. El poeta Paul Celan, escribiendo sobre esto, dice “El poema quiere alcanzar a un Otro, necesita un Allende-en contra (Over-against). Lo busca, le habla… la atención que el poema le consagra a todo lo que encuentra, con su agudo sentido de detalle, esquema, estructura, color, pero también de “estremecimiento” e “intimación” -todo esto no es logrado por un ojo emulando (o confabulando) constantemente los más perfectos instrumentos. Más bien, se trata de una concentración que mantiene presentes todas nuestras fechas. La atención (y aquí Celan esta citando a Malebranche) es la plegaria natural del alma.” (Felstiner; p.409-10).
Veo tres formas principales en que la práctica artística puede mantener al practicante espiritual no anquilosado.
Primero, lo necesitamos como personas, para darnos un camino hacia el contenido de nuestras vidas. Claro que necesito del arte para saber lo que me gusta y lo que siento. Pero sin el arte lo que pienso y siento se volverá rápidamente circular, auto centrado, y limitado. Hacer arte me da un medio para empezar con lo que pienso y sé, y para sumergirnos suficientemente adentro hasta que no sólo sea lo que yo siento y pienso, sino lo que cualquiera piensa y siente, y aun más allá de esto, lo que simplemente no se piensa ni siente. En otras palabras, escribiendo poemas alcanzo más allá de mi propia sensibilidad a lo que Celan llama el “Allende-en-Contra”, que no puedo conocer directamente pero que necesito conocer. Cuando escribo poemas soy encontrado, a través de mis propio pensar y sentir, por aquello exterior a mi pensar y sentir. En este sentido el arte promueve una profunda empatía, un ensanchamiento de mi esfera de conciencia y apreciación de mi propia vida.
Segundo: necesitamos el arte específicamente como practicantes espirituales para ayudarnos a superar nuestras debilidad por la doctrina religiosa, el dogma, la identidad, que todos tenemos, no importa qué resistente a ella pensemos ser, ya que estamos buscando la seguridad de una verdad fija. No saber la verdad, sino tener que descubrirla nosotros mismos de nuevo a través de la imaginación, es una posición mucho más difícil, una a la que todos somos renuentes, en el fondo, a emprender.
Yo disfruto la práctica espiritual. La encuentro muy divertida. Pero nunca olvido qué tan dolorosa y destructiva se puede volver, cuando nuestro entusiasmo por la verdad de cualquier tradición que estemos persiguiendo se vuelve exclusivo y tóxico. La estrechez de vista no sólo nos apremia a reducir a los demás que practican y creen diferente a nosotros -peor aún, nos aliena de nosotros mismos, ya que censuramos nuestros pensamientos y sentimientos en un esfuerzo de adecuarlos a los métodos y tradiciones que hemos escogido.
Esto puede ser un sutil lavado de cerebro, uno que puede darse algunas veces sin muchos signos manifiestos. Pero cuando practicamos el arte -tomar tu vida interior, que ha sido enriquecida e informada por nuestra práctica espiritual, fuera del dominio de la tradición completamente (o, hacia otra tradición, la artística) y nos permitimos la libertad de movimiento (temperado por la restricción que los materiales imponen) que el arte puede otorgar -este sutil lavado de cerebro es difícil de llevar a cabo. Ésta ha sido mi propia experiencia. Mi involucramiento de toda una vida con la poesía me ha mantenido sano en medio de un práctica religiosa medianamente estrecha.
Y tercero: creo que necesitamos al arte simplemente como una forma de recreación. Quiero decir literalmente: re-creación de nosotros mismos.
Una de los más interesantes desarrollos en la práctica espiritual en nuestros tiempos, a mi parecer, es la democratización del misticismo. Cuando hablamos de “traer la práctica a la vida cotidiana”, como mucho de nosotros hacemos, esto es lo que pretendemos decir, creo. En el pasado el misticismo era inherentemente elitista -sólo podía ser practicado por aquellos que estaban dispuestos a llevar a cabo años de práctica y estudio, a renunciar al mundo, a luchar y sufrir; y así tal vez, sólo tal vez, tener alguna experiencia directa de la verdad que su tradición enseñaba. Pero ahora a muchos de nosotros nos es posible experimentar estas verdades de una manera profundamente real en la vida ordinaria -no sin un sentido de disciplina, claramente, sino en formas más ordinarias- contemplando el rostro de nuestro amado o amada, sintiendo el viento en la piel mientras el cuerpo se mueve por el espacio, siendo testigos en cierta profundidad y apertura, de una emoción o un pensamiento.
Para poder apreciar experiencias como esta tenemos que refrescar y re crear nuestras vidas, abriéndonos a una sensación de juego y maravilla. Ciertamente necesitamos práctica religiosa normativa -retiros, estudio, etc. Pero también necesitamos un camino para refrescarnos entre las cosas de nuestra vida del modo en que éstas sean ordinarias, y el arte nos puede proveer de esto. Viktor Shlovky, el crítico formalista ruso, dijo, “Para hacer pétrea la piedra -para eso existe el arte”.
Ahora no estoy hablando del arte en el sentido formal, sino de la sensibilidad estética que puede ser aplicada a todo en todo momento de nuestras vidas. Sólo algunos de nosotros serán seriamente comprometidos, o incluso causalmente comprometidos pintores, músicos, poetas (a pesar de que hay cada vez más gente practicando las artes, y es probable que estemos viendo el advenimiento de una época en que prácticamente todo mundo practique las artes de una u otra forma); pero todos tenemos alguna relación con lo que es hermoso y verdadero: en el sentido de hermoso, esa sensación de que al mirar el mundo más allá de nuestros propios intereses personales podamos sentir algo de lo divino o de la totalidad -en el simple acto de ver, oír, probar, etc.-, podemos ir más allá de nosotros mismos para experimentar lo que es eterno. Con esa sensación, que nuestra práctica ciertamente puede abrir para nosotros, podemos aproximarlos a las faenas cotidianas -cuidar nuestros hogares, nuestras relaciones, nuestros cuerpos, nuestras mentes, como artistas- con esa misma sensación de atención y amor; con esa misma sensación de trabajar con materiales, que es característica del oficio artístico. Esa es la belleza que hallamos en la cultura japonesa, profundamente influenciada por el Zen para hacer expresiones artísticas de la simple preparación de una taza de te, o la de ejecutar una palabra o frase en tinta, o un arreglo floral, o el de tensar y disparar un arco.
Ser humano es un gran trabajo. Tanto que hacer. Cuidar cuerpo, mente y espíritu, cuidar de nosotros mismos y de los demás emocional y físicamente, reparar el mundo, ganarse la vida – es realmente interminable. No tiene sentido preocuparse por completar el trabajo o siquiera hacerlo bien del todo. Sino empezar y, habiendo empezado, continuar: ésa es la gran tarea.
Traducido por: David H. Colmenares