traducción al español del ensayo bello de Sue Moon sobre la ceguera de su padre y la visión.
Cuando mi padre andaba en sus años sesentas, las retinas de sus ojos se soltaron como las amarras de un barco. Decía que a menudo soñaba a colores. Durante la oscuridad de la noche, mientras dormía, podía ver el agua azul de la laguna Menemsha y las velas blancas de su barco. Pero en la mañana, cuando se despertaba y abría los ojos, otra vez estaba ciego. Decía que aunque estos despertares eran dolorosos, la vida hubiera sido peor si no hubiese podido ver en sus sueños. Ya había perdido el mundo visual, no quería perder también la memoria de ese mundo.
Quedarme ciega es una de las muchas cosas por las cuales intento no preocuparme mientras envejezco. Cuando mi padre tenía sesenta y cuatro años, la edad que tengo ahora, se quedó completamente ciego. Existe un factor genético en el desprendimiento de retina; está correlacionado con miopía (corto de vista), y yo, soy miope, aunque menos que mi padre. Empecé a usar lentes cuando tenía doce años, y recuerdo la impresión que tuve cuando miré desde la ventana de mi recamara, al olmo que siempre había visto como un árbol de Monet, convertido en un árbol de Ansel Adams. No supe cómo pudo darse un enfoque tan agudo, y al principio no me gustó. Todo lo veía conformado de puntos. Pude notar las plagas en las hojas del árbol, y un globo que estaba atorado y desinflado entre las ramas.
Por vanidad, solamente usaba mis lentes en el salón de clases y en el cine. Pero más tarde, después de casarme, los tenía puestos todo el tiempo. Luego de mi divorcio, conseguí lentes de contacto. Mis novios alababan el azul de mis ojos, pero los lentes de contacto me molestaron. Fueron algo incómodos, y de vez en cuando se metieron hasta por debajo de los párpados. Requerían de una gran atención diaria, como si fueran una mascota pequeña – un canario o un hámster – pero sin otorgar compañía.
Después de un tiempo, tuve que admitir que los lentes con armazón, no eran la razón por la que yo no tenía pareja. Entonces volví a ponérmelos.
Sin embargo, también los lentes de contacto resultaron útiles cuando estuve en residencia como monja durante tres meses, en un monasterio Zen de California. Como todos los monjes, yo también hacía turnos en equipo para servir nuestras comidas formales en silencio. Durante el desayuno, en el frío de la mañana temprana, tenía que llevar frente a los monjes que ya estaban sentados, una gran olla de avena echando vapor, y con un cucharón, servirles cuidadosamente en sus cuencos. El abad fue la primera persona a la que me tocó servir, él era un hombre recto que nunca tuvo un momento de desatención. Yo traía puestos mis lentes de armazón, e inmediatamente se empañaron hasta el punto de que no podía ver lo que hacía. Fallé el cuenco del abad y eché un cucharón de avena sobre la tabla a su lado. Después de eso, siempre me levantaba con 10 minutos de anticipación en mis días de servir los desayunos, y usaba mis lentes de contacto.
Cuando mi padre se quedó ciego, nos dijeron a mis hermanos y a mi – sus cuatro hijos adultos -, que debíamos examinar nuestras retinas con regularidad. Fui a un oftalmólogo que dirigió una luz insoportablemente brillante en mis ojos. No debía hacer ni un sólo parpadeo porque podía afectar la prueba. Tuve dolor, pero no de una manera ordinaria, lo tuve de otra forma: fue el sentarme sobre la base de metal, incapaz de huir de la luz cegadora, incapaz de detener los pensamientos sobre mi padre que recién se había quedado ciego. Mis retinas estuvieron bien, pero el oftalmólogo me dijo que si yo llegaba a tener cualquier síntoma inusual, como unas sombras cayéndose a través de mi visión, debería reportarlo en seguida.
Un día estaba revisando el menú del desayuno en un café y de repente no pude verlo. Habían grandes huecos blancos en los especiales del día y listones de luz, como la aurora, jugando en los márgenes del menú. Preocupada, llamé al médico y le conté los síntomas. Él dijo que le pareció como una migraña visual ya que fue igual en ambos ojos. Si los síntomas no cesaban después de media hora, tenía que llamarlo otra vez. Ya no fue necesario hacerlo.
Desde entonces he tenido varias migrañas visuales, y he aprendido a disfrutarlas, ya que nunca han venido dolores de cabeza. Mi favorita fue la noche en que un estallido de colores luminosos bailó a través de mi campo de visión, pintando la cara y el cuerpo de un maestro Zen cuando dio una plática en un zendo poco iluminado.
Hace unos años, en un pueblo remoto de México, asistí a un retiro Zen, ahí tuve unos nuevos y temibles síntomas visuales: veía inexistentes bandadas de aves volando arriba del mar. Un fantasma oscuro se apareció en medio de mi ojo derecho, y una chispa destelló al fondo de mi visión cada vez que moví la mirada. La directora del centro de retiros me hizo una cita con un oftalmólogo que ella conocía en una ciudad que estaba a dos horas en coche. Además, ella contrató un chofer del pueblo y pidió a uno de sus empleados, un viejo hombre californiano que hablaba bien el español, que me apoyara como traductor. Estaba apenada por haber provocado tantos movimientos, pero hubiera sido peor que por vergí╝enza, regresara a mi hogar en California, ciega de mi ojo derecho. Así que los tres nos fuimos a la ciudad de Tepic.
El oftalmólogo, un hombre amable, dijo a través de mi traductor que le gustaba meditar y tenía curiosidad por el Zen. En un consultorio antiguo y oscuro, con techos altos, me cuestionó sobre mi visión y escribió mis respuestas con una maquina de escribir roja. Luego examinó mi ojo derecho y me aseguró que la retina no estaba desprendida o rasgada, no había una emergencia, sin embargo alcanzó a ver una mota al fondo de la retina que parecía ser un parásito que es común en México y que lo transmiten las mascotas – pero yo no tenía ninguna mascota-. Sugirió que me hiciera un examen de los ojos cuando regresara a mi casa. Rechazó una remuneración -lo hizo como un favor a su amiga, la directora del centro de retiros-, así que después le envié un libro en español sobre el Zen.
Todos los síntomas se fueron por si solos, excepto la sombra, la cual según me dijo el oftalmólogo de California, fue solamente un "flotador",
una mota pequeña e inocua de células dentro del cuerpo vítreo -el líquido transparente y gelatinoso que rellena el espacio entre la retina y el cristalino del ojo-. Después de un rato, me dijo que el cerebro haría la corrección y ya no volvería a verlo.
Pero todavía lo veo. Puedo ver a través de él, o alrededor de él, y parece que ha crecido. A menudo pienso que mis lentes están sucios, y es cierto, a menudo lo están, pero después de limpiarlos, la mota todavía está allí. Lo noto cuando miro un campo puro de color, como el cielo. Pero esta mancha en el cielo no es solamente un borrón en mi vista; también tengo frente a mí, un recordatorio para agradecer que puedo ver tan bien como puedo.
En los últimos años me ha enamorado tomar fotografías. El sol extiende su luz sobre cualquier cosa que se encuentra, y solamente tengo que poner el ojo en la cámara, y enmarcar lo que me ha sido otorgado. íÜltimamente he sacando fotos de mosquiteras, velas, cortinas, cosas que parecen obstruir la visión. Pero cuando enfoco la cámara sobre la vela misma, se produce un efecto especial. El impedimento, después de todo no impide.
Mi padre primero se quedó ciego de un ojo y luego del otro. Después del desprendimiento de la primera retina, él seguía con todas sus actividades normales, aunque no tenía visión binocular. Cinco años después, la segunda retina se desprendió y recibió una serie de cirugías – cinco en total – en un intento por salvar alguna parte de su visión. El cirujano fue un médico muy destacado que había sido pionero en la cirugía de ojos con láser. Fue apasionadamente atento con las retinas de sus clientes, pero poco atento con las personas sujetadas a las retinas. Después de la primera cirugía, mi padre con su ojo vendado, tuvo que sentarse derecho en la cama durante una semana. Se le permitió descansar el mentón sobre una tabla, pero nada más. Todo lo que él quería era acostarse. Se le desarrolló un dolor de cabeza tan fuerte que pensaba que tenía un tumor en el cerebro. Y a pesar de todo eso, cuando le quitaron la venda, aún no podía ver.
Más o menos en el mismo tiempo tuve una serie de sueños en los cuales mi cámara se rompía: se me caía y la lente se hacía añicos; el obturador se quedaba atascado y no se podía abrir; la arena se metía en los engranajes y no podía recorrer el rollo.
Por fin, mi padre se dio por vencido y decidió aceptar su condición de ciego. Fue a un programa de entrenamiento residencial para adultos con cegueras recientes, donde aprendió cómo andar con un bastón y cómo leer el braille.
Después de quedarse totalmente ciego, mi padre tuvo dos hijos más con su segunda joven esposa -niños que nunca vio-. Se hizo un personaje muy conocido en su barrio de Cambridge, llevaba a los niños al kinder con su bastón blanco en una mano; en la otra, la mano de su hijo mayor y el bebé en el cargador sobre su espalda. También paseaba con su perro, Alfie, un perro esquimal rebelde, de vez en cuando parecía un perro lazarillo, pero era todo lo contrario. Alfie jalaba con fuerza su correa mientras mi padre se detenía al borde de la banqueta, averiguando con sus oídos cuando sería seguro cruzar.
La primera vez que vi a mi padre ciego, estaba parado en el área de recepción de equipaje en el aeropuerto Logan de Boston. Yo había llegado desde California para visitarlo. Lo vi de espaldas. Él estaba al lado de su esposa, un brazo enlazado con el suyo, el otro sosteniendo un bastón blanco. Lo primero que noté fue la manera en que ladeó su cabeza para escuchar. Era la postura de un ciego, y yo lloraba mientras me acercaba desde atrás. Nunca antes había visto a mi poderoso y carismático padre parado así, esperando, sólo esperando.
Durante mi visita, a menudo él me preguntaba ansiosamente qué hora era, como para orientarse en los días que ahora pasaban sin ningún cambio a lo largo de las sombras. Fui a “La Sociedad para Ciegos” de Boston y le llevé un reloj de bolsillo en braille – siempre había usado un reloj de bolsillo sujetado por una correa a su cinturón-. Lloró cuando se lo di, y lo trajo a la mano por el resto de su vida. Después de que falleció, su esposa me lo envió. El esmalte blanco de la carátula se había borrado por el roce de su dedo pulgar.
Traducción: Luz María Briones Hurtado y Rick Spencer